Serotonina (II)
Continuamos con la serotonina, el neurotransmisor que nos recompensa con muy buenas sensaciones cuando ascendemos en la jerarquía social.
Hace miles de años, cuando vivíamos en contacto con la naturaleza, la serotonina nos ayudaba para la supervivencia y la reproducción, indicándonos que éramos más fuertes y poderosos que nuestros vecinos para conseguir alimento y pareja. Nadie nos podía parar. Un sentimiento muy reconfortante.
Ahora en las sociedades civilizadas, se enseña desde pequeño a no mostrar esta superioridad, a tener buena educación y respetar lo ajeno. El problema es que a pesar de estas buenas enseñanzas, en nuestro interior sigue funcionando un “cableado” (programado hace miles de años) que nos dice exactamente lo contrario. “Eres fuerte y tienes derecho a conseguir eso que quieres, no te detengas. Lucha para obtener esa fruta tan preciada y agradable. Puedes hacerlo, los fuertes tienen derecho sobre los débiles”.
Hemos evolucionado y vivimos en sociedades completamente distintas. Ahora, para poder convivir, esos impulsos primarios tienen que ser dominados, o de lo contrario acabaremos encerrados en sanatorios para enfermos mentales peligrosos o en cualquier prisión estatal. Pero aunque dominemos externamente estos impulsos, puede que internamente nos ocasionen una gran desazón e incomodidad el no poder satisfacerlos y rumiar pensamientos como “a ese personaje que me trata mal le enseñaré quién soy yo cuando tenga la sartén por el mango, cuando sea el número uno”, “no me considera con el respeto que merezco”... O también, podemos estar continuamente preocupados, incluso temblando, ante el hecho de que alguien real o no, nos arrebate el puesto privilegiado que tenemos actualmente (pensamientos que desparraman cascadas de cortisol en nuestro cerebro haciéndonos sentir muy mal).
Para complicar más las cosas, por cada nueva victoria, cada recompensa de serotonina se metaboliza cada vez más rápido (minutos). También sucede que cuando nos habituamos al cargo que tenemos y no conseguimos más recompensa, nos quedamos con “ganas” de más premio, lo que tiende a que necesitemos buscar más victorias para sentirnos mejor.
¡Qué difícil ser un mamífero inteligente en el s. XXI y adquirir razonablemente nuestra ración de serotonina!
Efectivamente, no es sencillo. Pero tenemos a nuestro alcance una gran carta para aprender a jugar y escaparnos de estas trampas. Poseemos la capacidad de dirigir nuestros pensamientos, de focalizar nuestra atención hacia donde nos propongamos. Podemos elegir nuestra forma de pensar.
Comentábamos en el folleto anterior que es esencial entender la cultura de la que somos herederos, así como nuestra historia, en clave de evolución, de lo contrario nos perderemos. Somos el resultado de la evolución de miles de años. Lo que era una conducta adecuada y necesaria para sobrevivir hace milenios, hoy está obsoleta. No sirve en nuestras circunstancias. Si robar o matar podían ser determinantes para sobrevivir hace mucho tiempo, hoy esa conducta no es admisible en nuestra civilización. Y no es necesario remontarse tanto tiempo atrás: hace 1000 años, los vikingos asolaban comunidades asesinando, robando y haciendo miles de tropelías (y no solo los vikingos). Sin embargo, para ellos, era el comportamiento más normal del mundo. Hoy se rechaza sin contemplaciones ese tipo de conducta.
Podemos distinguir varias clases de jerarquía: la funcional, la de la fuerza física, la de la fuerza moral, la ontológica…
- La jerarquía funcional significa que en un autobús, el conductor es el que manda. Él decide cuando hay que parar ante un semáforo o la velocidad de tiene que llevar el vehículo. Los pasajeros no tienen esa autoridad funcional y deben obedecer sin rechistar (salvo circunstancias excepcionales, como que el conductor esté ebrio, en cuyo caso se le releva del mando).
- La jerarquía basada en la fuerza física es aquella en la que “si no hace lo que digo te doy una paliza o te mato”.
- La jerarquía moral se fundamenta sobre las particularidades del carácter, carisma o autoridad de un líder.
- La jerarquía ontológica establece que todos somos iguales en dignidad. Aunque existan diferencias funcionales, de fuerza física o de autoridad moral, todos somos importantes e iguales en dignidad (paradójicamente es una no-jerarquía).
Construimos conexiones neuronales nuevas con nuestros pensamientos, sentimientos y conductas cuando son lo suficientemente repetitivos, es decir, cuando se convierten en hábitos enraizados. Ganamos conexiones a través de la experiencia. Y también se pueden volver a “cablear” las rutas actuales.Focalicemos nuestra atención sobre nuestras cualidades únicas (nadie, jamás, nunca, ha sido o será como lo eres tú, como individuo único e irrepetible, en el universo). No nos comparemos con los demás. Si lo hacemos, caemos una trampa que se remonta a nuestros antecesores primates y que hoy no nos sirve. Existen diferencias funcionales, pero aléjemonos del culto a la personalidad, de envidiar al otro por lo que tiene o hace. Aceptemos como lo más natural del mundo los brotes de pensamiento que nos llaman a intentar medirnos con los demás: son el resultado de milenios de “diseño” en nuestras neuronas. Pero conozcamos nuestras raíces, de donde provienen estos pensamientos y rechacémoslos.
Decidamos aquí y ahora en qué mundo queremos vivir: en el de la ansiedad o en el de la plenitud. Centrémonos en nuestras fortalezas y no solamente en nuestras debilidades. Estimulemos la cantidad de serotonina observando con orgullo nuestras habilidades: las que tenemos y las que podemos adquirir. Podemos compararnos con nosotros mismos: hoy, seguramente, somos mejores y más listos que ayer. En el próximo cumpleaños, coloquemos exactamente todas las velas que muestran nuestra edad. Poseemos más luz que el año pasado.
Tenemos capacidad de manipular sobre las sustancias químicas de nuestro cerebro. Perdemos esa capacidad cuando cedemos nuestra responsabilidad a acontecimientos externos que no dependen de nosotros, en lugar de fomentar los poderes que sí dependen de nuestra voluntad.
En el próximo folleto nos fijaremos en la oxitocina, la sustancia que recompensa el sentimiento de seguridad y confianza propia respecto a los otros.
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