Desánimo, cinismo.
Después de un fuerte golpe, la gran tentación es demonizar el entorno, aislarnos del mundo, no querer saber nada más de nada ni de nadie, cerrar el corazón. Tras un divorcio o rotura de pareja, “No quiero saber nada más de hombres o mujeres”. Después de una trastada de un amigo, de un mal negocio, de una fuerte caída, de una mala experiencia con la política, “no quiero saber nada más de esto o aquello, todos son mala gente y deberían estar en el infierno, no valen nada”.
Una de las penas más graves que se podían infligir a un ciudadano romano era el “ostracismo”, ser expulsado de la ciudad y de la comunidad donde se habitaba y obligado a vivir en un lugar alejado de la civilización. Pero todavía es peor el “ostracismo” del corazón, vivir con el corazón cerrado y alejado de las personas, y para ello, no hace falta irse muy lejos. La frustración, si no se la maneja bien, trae la amargura, la desconfianza, la pérdida de la tolerancia hacia los demás y hacia la vida, es decir, la peor pérdida de todas: perder la fe y la esperanza en la humanidad y en nuestra capacidad de poder hacer algo para mejorar la vida, nuestra y ajena. Caer en los largos tentáculos del cinismo.
La inquisición, equivocada pero con una lógica impecable, condenaba a las personas que hacían perder la fe a los creyentes. En su errónea visión del mundo opinaban que el mayor crimen posible era “matar” el alma de una persona al hacerle perder la fe cristiana. Tras una larga caminata y mucho sufrimiento, hemos aprendido que no participar de unas ideas no significa matar “el alma”, y sin embargo, nos matamos a nosotros mismos cuando caemos en la tentación de apartarnos del mundo por un desprecio equivocado de los demás y de la vida. Hemos asesinado la empatía, la capacidad de entender y sintonizar con el otro, la compasión. Asesinamos la fe, la esperanza, y por tanto la tercera base del trípode de una persona en pie: la compasión activa hacia los otros y nosotros mismos, lo que los cristianos llamaban la “cáritas” y hoy es una palabra desprestigiada pero tan indispensable como es, fue y será siempre.
¡Qué rica la palabra des-animar, pérdida del alma, del ánimo!; y la palabra amor sin la a, que se convierte en muerte.
Al querer defendernos contra el sufrimiento que origina el dragón primordial, el miedo en sus múltiples aspectos, nos encerramos en un castillo donde aparentemente el enemigo no puede entrar. El castillo nos ofrece protección ante los enemigos y posee unas leyes muy simples: “no abras la puerta a nadie, no confíes en nadie, no creas en nada, todos son mentirosos”. Escondidos en nuestra torre nos convertimos en desconfiado de todo lo ajeno. “Esto no tiene solución, los otros no sirven para nada, son ineptos, estúpidos y malos”. Coloco un gran cartel en la puerta donde se lee: “Peligro, propiedad privada, perro suelto, no entrar”.
El crecer psicológicamente, el avanzar hacia la madurez, no es sino liberarnos del miedo. Esto no significa no tener miedo (es peligroso no tener miedo, te hace imprudente) sino hacerle frente. Nuestra cultura ha elaborado multitud de armas contra el miedo, pero frecuentemente son malas respuestas y en vez de hacernos crecer nos disminuye, nos lleva en un ejercicio de regresión a etapas menos desarrolladas psíquicamente. Respuestas defensivas que se basan en la violencia, en la hostilidad, en la exclusión del distinto a nosotros; una cultura que nos hace muy desconfiados y en casos extremos, sin poder encontrar esperanza a nuestro alrededor.
Estar seguro, estar protegido, es humano, pero como todas las nobles virtudes exige un equilibrio. Si la persona compasiva es vista como “blanda, ingenua, tonto útil, vive en un mundo de cuentos de Disney” y si la persona desconfiada y cínica, es el “bueno” de la película, de la vida, el realista, el que sabe vivir, hay algo que funciona mal. Y lo que funciona mal tiene malas consecuencias. La desconfianza, el cinismo, rompe entendimientos, amarga relaciones, nos hace estar permanentemente en guardia, nos agota y amarga; un buen camino hacia la depresión y ansiedad. No dejarnos contaminar por desgraciadas experiencias, no perder la fe en la vida, en la humanidad, es difícil, pero no imposible y nos hace más fuertes. De nosotros depende elegir que camino tomar.
¿Qué podemos hacer para escapar de esta trampa? Lo veremos en el próximo folleto.
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